Los miedos se pueden considerar evolutivos, forman parte del desarrollo del niño proporcionándole medios de adaptación a los diferentes estímulos estresantes, y generan capacidad de afrontamiento y madurez cognitiva. Sin embargo, algunos miedos persisten durante años pudiendo prolongarse en la adolescencia, otros aparecen en personalidades adolescentes que se vuelven más ansiosas, otras son consecuentes al aprendizaje ambiental que hace el adolescente (copiando respuestas de miedo ante determinados estímulos) y otros son consecuentes a experiencias traumáticas o angustia generalizada.
Conviene diferenciar los miedos normales, que desaparecen espontáneamente o que no interfieren en el funcionamiento cotidiano de la persona y que se presentan de forma leve, de los miedos patológicos y fobias que requieren evaluación e intervención específica.
Para establecer un miedo como patológico y fóbico, debemos observar que está fuera de la edad evolutiva de aparición, que el estado de miedo es desproporcionado a la situación de origen (con una intensidad desmesurada y con un comportamiento desadaptativo) , observando que se produce malestar significativo frente al estímulo desencadenante, signos evidentes de evitación de la situación temida y anticipación negativa de la posible aparición del miedo o del estímulo temido. El miedo por lo tanto se presenta como excesivo e irracional. Si observamos además que el miedo se produce por un estímulo o situación concreta y es muy agudo y persistente en el tiempo, constituye una fobia específica.